Acometer la producción de la secuela de un clásico intemporal, adorado durante más de medio siglo por varias generaciones, se me antojaba un arma de doble filo porque, por un lado, podía arrastrar a un enorme cantidad de público al calor de su carismática protagonista pero, por otro, podía ser condenada por ese factor nostálgico que no acepta las odiosas comparaciones.
Tras visionar el film llego a la conclusión de que estamos ante una decorosa propuesta, respetuosa con su referente, pero que no aporta absolutamente nada a su universo y coquetea con la indiferencia del espectador.
Si nos olvidamos del original, “El regreso de Mary Poppins” es una película más que correcta. Su diseño de producción es impecable, los números musicales son agradables –aunque dudo que perduren en la memoria del público- y el plantel actoral contagia su dinamismo, pero en general asistimos a una propuesta bastante conservadora, que opta por no arriesgar e intenta revisitar de forma casi calcada los muchos aciertos del film de 1964.
De su falta de espíritu transgresor tiene mucha culpa el director, un Rob Marshall que opta por un tono plano que desaprovecha buenos mimbres, como pasó con sus otros musicales – “Into the Woods” o “Nine”, sin ir más lejos-.
Pero entre tanta fría corrección y falta de arrojo destaca, por encima de todo, una deliciosa Emily Blunt que justifica por sí misma el precio de la entrada. Dignísima sucesora de Julie Andrews, Blunt acomete su difícil empresa con un asombroso entusiasmo y talento. Se adueña de la función y no permite que el film se despeñe en sus momentos anodinos. Siempre he sido de la opinión de que es de lo mejorcito surgido en los últimos tiempos, pero aquí confirma que es una excelente, y valiente, actriz.
Este es un film que cumple como entretenimiento familiar, pero dudo mucho que pueda llegar a ser recordado como ese maravilloso film que revisa. Y es que hay obras que fueron tocadas por una varita mágica, con una esencia tan pura y talentosa que es imposible de recrear.
Andrés Martín
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