Cuando se estrenó la primera entrega hace ya tres años supuso una delirante sorpresa, una impactante bocanada de aire fresco que huía de la trascendencia tan imperante en las adaptaciones de cómic para decantarse por una propuesta desinhibida y gamberra que fue caldo de cultivo de films como “Deadpool”, sin ir más lejos.
Ampliar su universo sin desmerecer a su precedente no era tarea fácil, pero pueden estar satisfechos. Esta segunda entrega no cuenta ya con el factor sorpresa, pero sí con las enormes ganas de reencuentro con unos personajes que han calado hondo entre el público.
El film ofrece toda la socarronería que se espera, ese humor que tanto les diferencia del resto de héroes. Con ese agradable frescor de quien no se toma en serio ni a sí mismo observamos un espectáculo de primera magnitud, el perfecto producto para arrasar en taquilla y agradar a toda la familia. Sin embargo, la película decae cuando traiciona su espíritu y se pone seria.
No funcionan los pasajes que describen de manera algo pesada las relaciones fraternales y paterno-filiales entre los protagonistas. Diálogos y situaciones manidas que no le hacen ningún favor al meteórico ritmo narrativo del film. Tampoco debemos olvidar que la colección de canciones elegida para esta secuela –algo que marcó el destino, para bien, de su referente- no obtiene la incidencia e interés deseado sobre la historia, si exceptuamos el maravilloso momento en el que se recuerda el “Father and son” de Cat Stevens.
Pero, en definitiva, sería injusto no recordar este film en el futuro como una saludable propuesta tremendamente entretenida que marca sus propias reglas dentro del género, para regocijo del espectador. Cine de evasión, pero de indudable calidad y con sobrada personalidad.
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Crítica por Andrés Martín
